Comentario
Los árabes se sintieron burlados y se produjeron importantes motines populares contra ese nuevo colonialismo, pero Gran Bretaña y Francia impusieron su poder y mantuvieron sus intereses. La primera víctima fue Feisal, que había instalado su trono en Damasco y le echaron a punta de bayoneta las tropas francesas. El desolado príncipe fue acogido por los británicos, que tenían para él un digno empleo: la corona de Irak, bajo el mandato de la Sociedad de Naciones. Nacía un reino y nacía un país: Irak. Aquella cuna de la Humanidad, donde se dictó el Código de Hammurabi -primer ordenamiento legal conocido-, donde habían florecido civilizaciones como la sumeria, la asiria y la caldea y donde se había radicado el brillante Califato de Bagdad, no tenía fronteras definidas ni entidad política unitaria. Se iba a amasar en las mesas de conferencias posteriores a la Gran Guerra.
Y las manos de medio mundo estuvieron metidas en la harina. Los kurdos, que clamaban por un Estado sobre sus territorios históricos y habían combatido contra los otomanos, lograron que la Conferencia de Sévres les concediera un espacio nacional, pero dos obstáculos importantes se cruzaron en su camino: la oposición turca y el descubrimiento en aquella época de grandes yacimientos petrolíferos en la región Mosul-Kirkuk. Uno de los magnates históricos del petróleo, Caloustian S. Gulbenkian, cocinó un acuerdo a la medida de los intereses coloniales: ideó la Irak Petroleum Company, con un 52,2% de capital británico, 21,4% para Francia, 21,4, para EE.UU. y 5% para él. En la conferencia de Lausana, presidida por Lord Curzon -el mayor accionista de la Irak Petroleum- convocada para revisar los acuerdos de Sévres, fueron olvidados los intereses kurdos.
El trono artificial de Irak, fundado sobre fronteras igualmente artificiales, no era un regalo generoso, sino una operación interesada de la potencia mandataria: un rey de la casa hachemí de La Meca, amigo agradecido y aureolado por sus victorias contra los turcos, pacificaría la zona y garantizaría una larga colonización. Así, en efecto, se firmaron el tratado de 1922, que permitía el manejo británico de los asuntos iraquíes, y el de 1930, que fijaba el final del mandato pero concedía a los británicos grandes prerrogativas petrolíferas y estratégicas. Un atajo terrestre hacia la India, desde el que se podía controlar el nacionalismo otomano, el desarrollo iraní y la evolución de la Arabia wahabí en la que acababa de imponerse Ibn Saud, es decir, la familia saudí, tras haber arrojando de La Meca a la dinastía hachemí, a la que pertenecía Feisal.